Tuve la feliz ocasión de ver, una vez más, a Laureano Márquez sobre un escenario. En esta oportunidad fue durante una noche de invierno en Madrid; de esas en las que el corazón precisa refugio y se alegra de encontrarlo en las palabras correctas.
Su nuevo monólogo está lleno de frases que nos definen y, entre las luces de Andrés Eloy Blanco y otros tantos; escarba la identidad del venezolano. Con ese carisma incuestionable que lo caracteriza, Laureano dice verdades que en boca de cualquier otro serían una daga mortal, y transforma lo que nadie quiere oír en una necesaria reflexión profunda, coloreada de humor, pero palpitante de humildad y sabiduría.
¿Cuántas veces no hemos sido testigo de la suerte de «lapidación colectiva» a la que es sometido todo aquel que ose comentar en redes sociales que Venezuela no es un país rico por tener recursos naturales, pues la verdadera riqueza está en la mente de sus ciudadanos? Bueno, Laureano lo dijo… y todo el mundo lo aplaudió, en especial yo.
Pero que nadie se confunda. Aunque en momentos lloré de la risa, la velada en el teatro Amaya fue mucho más que el hilarante relato de nuestras taras sociales. Un hombre del tamaño de Laureano no inunda una sala entera con su brillo único, si estas singularidades de nuestra idiosincrasia fueran lo único que tiene que decir.
Laureano Márquez dibujó un país que se merece nuestro esfuerzo por ser buenos… Buenos en lo que hacemos, en lo que pensamos, en lo que decimos y en donde quiera que estemos. La Venezuela que trazó sobre el lienzo de nuestras emociones está llena de gente civilizada, que tarde o temprano verá como la barbarie se desploma porque «esto también pasará».
Como es evidente, soy una gran admiradora de su trabajo. Hace cinco años tuve la suerte de entrevistarlo por diez minutos y, a partir de entonces, cada vez que quiero «darle coco» a alguien le digo con «echonería» que Laureano Márquez me brindó un café. Es que, la verdad sea dicha, tiene un cerebro súper sexy y su humor está por encima del promedio, en un momento histórico en el que el chiste fácil y vulgar se viraliza a la velocidad del Despacito de Fonsi.
Gracias Laureano, por llenar nuestro espíritu de verdades e ilusiones, por invitarnos a tener los pies en la tierra sin dejar de soñar con un país mejor. Gracias por ser agridulce y honesto, por recordarnos que en tiempos de transformación todos tenemos un poco de razón y que, como el colibrí que vuela hacia el fuego, nuestro poquito de agua quizás no apagará el incendio… pero solo una gota basta para que la Rosa de Jericó florezca.