El amargo veneno de la intolerancia

El amargo veneno de la intolerancia

Corren tiempos violentos. En programas de televisión, oficinas, academias, grupos de WhatsApp y terrazas de los bares, se respira la tensa calma de la corrección política estratégica. Esa que se practica más como forma de esquivar etiquetas, que por ser la consecuencia de un criterio equilibrado y conciliador.

Se hable de política internacional o de farándula local, una cosa parece segura: lo importante no es intercambiar ideas, sino «tener la razón». Es verdad que ser sensato no ha estado nunca de moda, pero atrincherarse en los extremos ideológicos con la escopeta emocional cargada; parece indispensable en estos nuevos juegos del hambre, en los que matas o mueres.

Aunque parezca innecesario aclarar lo evidente, recordaré que fomentar, promover o incitar al odio, discriminación o violencia contra un grupo o una persona, por motivos racistas, ideológicos, religiosos, etc; así como enaltecer el genocidio o los delitos de lesa humanidad, no solo es poco ético sino ilegal… Por lo que nadie debe hacerlo ni apoyar que otros lo hagan.

No obstante, eso no significa que toda opinión contraria sea un delito de odio. Efectivamente, muchos ven fechorías donde no las hay. En lo que respecta a este post, me referiré siempre a puntos de vista que quizás naveguen en las antípodas ideológicas, pero cuya manifestación no es contraria a la ley.

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Hace ya bastante tiempo que, para el ejercicio de opinar libremente, se requiere vocación de kamikaze. Abunda, entre los expuestos al hecho dialéctico, quienes combinan lenguaje y pensamiento de formas tan rocambolescas que rozan el delirio. Si alguien dice que el celtíbero es una lengua muerta, ellos entienden que un ibero quiere matarlos.

Se manifiesta aquí un componente emocional que afecta la comprensión lectora y sustituye la libertad de pensar por la reaccionar. Si saludas con una palmada en el hombro a alguien que tiene una herida en el brazo, probablemente le dolerá como si le hubieses dado un golpe. El problema no fue tocarlo. El problema es la herida previa y corresponde resolverlo a quien lo padece.

La psicología explica “estar a la defensiva” como una reacción prematura de quien siente la necesidad de autoprotegerse. Cuando se vuelve habitual, genera circunstancias de conflicto con el entorno ya que la persona se acostumbra a relacionarse con los demás a partir del dolor, el enfado y, muy especialmente, desde la posición de víctima ofendida.

Resulta tentador, para quien disfruta un buen debate de ideas, participar en la conversación. Sin embargo, deja de ser estimulante cuando sus opiniones, sobre situaciones o hechos concretos, reciben como respuesta referencias personales sobre lo decepcionante o asqueroso que, según la supuesta moralidad superior del otro; puede ser pensar así.



Es lo que ocurre cuando una mujer opina que no maltratan los hombres sino los maltratadores, o cuando un extranjero está a favor de la migración ordenada y legal, por ejemplo… y por contestación recibe sentencias firmes sobre lo machista, enferma, egoísta, fascista y criminal que es toda criatura que se pueda tener tan ¿repugnantes? pensamientos.

Algunos sostienen que solo se puede compartir una opinión si previamente ha sido filtrada a través de un tamiz moral que impida, a cualquiera que lo intente, caer en la terrible irresponsabilidad de no ver el mundo igual que ellos. O sea, puedes opinar, pero dentro de límites ajustados a su lógica porque, si lo que dices no les gusta, entonces no tiene valor.

Atrás parece haber quedado la famosa frase atribuida a Voltaire: «No comparto tu opinión, pero daría mi vida por defender tu derecho a expresarla». Ni hablar de aquella de Chomsky: «Si no creemos en la libertad de expresión de aquellos que despreciamos, no creemos en ella en absoluto». Ahora la cosa va más por el estilo de Pinochet: «Soy democrático, pero a mi manera».

Esta condición de jueces de paz autoproclamados suele ser consecuencia de su autopercepción como paladines de las causas sociales. No son malas personas. Todo lo contrario. Están convencidos de que un mundo mejor es posible si, en la batalla de las ideas, como San Miguel Arcángel; vencen al pecado empuñando la espada de la justicia.

Lamentablemente, nada se puede hacer contra la convicción de superioridad que posee quien, incluso con condescendencia y en aras de un bien superior, invita a otros a pensarlo muy bien antes de decir o escribir una opinión. En estos casos, será más elegante tomar conciencia de que hay batallas que no valen la pena y poner distancia.

Un recurso tan valioso y escaso como el tiempo se desperdicia en discusiones con quienes, para empezar, contestan las opiniones sobre un hecho o circunstancia, con ataques personales. Luego, creen que solo es probo aquello en sintonía con sus propios valores. Y, finalmente, recurrirán a cualquier argumento (tenga lógica o no, sea relevante o no) para demostrar lo más importante: que tienen razón.

Afortunadamente la vida real trascurre más allá de esos programas de televisión, tertulias de oficina, debates en academias, grupos de WhatsApp y terrazas de los bares. En el íntimo escenario vital que congrega lo verdaderamente importante, no hay espacio para el veneno de la intolerancia… ese que beben algunos para que se intoxiquen otros.

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