Aquel vino con sabor a eñe

Aquel vino con sabor a eñe

Cerró la ventanilla por donde sólo se veían nubes blancas y un cielo tan celeste que la ponía de mal humor. «No vuelvo a viajar de día», magullaba entre los dientes, mientras dejaba escapar, por la punta de sus dedos, la nocturnidad de su mente y la tormenta en su corazón.

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Estremecía sus pensamientos contra el teclado de aquel ordenador que compró en Panamá. Era un portátil pesado, lento y feo… Perfecto para los rasgos temibles y horrorosos de su narrativa inspirada en Quiroga.

Detestaba tener que usar complicadas combinaciones de símbolos y números para conseguir una Ñ. Tanto así que, cuando escribió su primera novela, cambió el título Cadáveres de la Ñacaniná por Cadáveres de la Serpiente.

Se había perdido a sí misma demasiadas veces en la espesa selva centroamericana, persiguiendo la agonía de una tristeza vieja. Ahora volaba casi 8.300 kilómetros en busca de inspiración. Entendió que necesitaba respirar un aire más espeso, caminar por calles más estrechas, recorrer una historia más antigua.

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Detuvo la escritura. La sombra de los árboles de caucho le había dejado ciega. Sus manos eran musgos amarrados con lianas… De pronto, una voz la rescató de su delirio. «¿Puedo ofrecerle algo de beber?, ¿café, vino, algún licor?», preguntó la azafata, acostumbrada a las exigencias de los pasajeros en primera clase.

Con su mano derecha sostuvo una generosa copa de vino de Rioja que, después de 25 meses en una barrica de roble americano, adquirió un profundo color rojo rubí. Soltó su cabello, se dejó caer sobre el respaldo del asiento y acercó su nariz a la bebida. Percibió notas de vainilla, cueros, frutas negras, regaliz… y sonrió con los ojos cerrados.

Al saborearlo, equilibrado y redondo, sintió la necesidad de abrir la ventanilla. Las lianas habían desaparecido. En las nubes comenzó a descubrir encinas, olivos y almendros… Y en la profundidad del cielo, viñas.

Guardó silencio y contempló la luz de un azul que no conocía. Con cada trago saboreaba más intensamente a España. Supo que había llegado la hora de tener un teclado con Ñ.



María José Flores