El regreso de Aquiles (un relato de María José Flores)

Aquiles Guerrero aterrizó en el aeropuerto Simón Bolívar de Maiquetía pletórico de felicidad. Con los ojos hechos cristal de lágrimas, vio los latidos de su corazón estrellarse contra las ventanas del Airbus en el que, durante más de nueve horas, no pudo dormir ni comer. Su sueño más grande se había hecho realidad. Su cuerpo y sus pensamientos estaban, por fin, en el mismo lugar.

Después de siete años sin ponerla sobre su país, le dolía suavemente la mirada. En la puerta del avión respiró tan profundo que, a la primera inhalación, hizo suyos todos los olores del mar Caribe. Bajó las escaleras en cámara lenta, devorando la brisa que golpeaba su rostro mientras visualizaba los logros que estaba destinado a cosechar. “He vuelto a casa”, suspiró.

Una adrenalina que no reconocía recorría su cuerpo con la desperada furia de la vida. Le comía la ansiedad y fue capaz de ver imágenes sin color de los buques petroleros desde lo alto del cerro El Morro, de los peñeros serpenteando las hechizadas aguas de Mochima, del pasillo del centro comercial donde robó su primer beso y un terreno sin gradas ni porterías donde jugaba al fútbol con sus vecinos.

Se sentía diferente. En la Madrid del cielo perfecto había dejado buenos amigos, un abrigo de invierno y doce kilos de sobrepeso. Con la increíble habilidad desarrollada por quien había perfeccionado el honorable arte de cargar cajas y subir comida rápida por demasiadas escaleras, recogió su equipaje y se dirigió a la salida del edificio, donde le esperaba su padre.

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Estar cerca de su viejo le transformó, de repente, en un niño pequeño. La fuerza con la que había conseguido arrastrar cinco maletas al mismo tiempo desapareció y verlo acudir en su ayuda le trasladó a los años en los que aquel mismo hombre iba a la escuela para llevarle a casa y, antes de subir al carro, le quitaba cariñosamente de los hombros una pesada mochila, desbordada de deberes y tareas.

Estos macutos deben ser muy baratos allá en España, ¡cuando te fuiste te llevaste solo uno!”, le dijo el anciano entre risas, intentando -sin éxito- disimular el llanto. “Lo caro es traerlos llenos”, le respondió Aquiles con la misma actitud. Al atardecer se pusieron en camino hacia el oriente venezolano. Eran cuatro horas de viaje pero Don Arquímedes insistió en ir a buscarlo, para evitar que la “falta de costumbre” lo convirtiera en presa fácil de cualquier depredador.

La carretera, opaca y sedienta, fue escenario de preguntas y respuestas indistintas. “Tú mamá tiene una semana limpiando el apartamento para que lo consigas bonito”, le contaba el obrero petrolero jubilado, mientras bajaba el volumen de la radio. “¿Te acuerdas del portarretratos con la foto que nos hicimos el día de tu graduación? ¡Creo que hasta le sacó brillo!”.

Muchas risas después, y sin más inconveniente que el de un ruidito de motor sin identificar, llegaron a Barcelona. Cerca de la medianoche, Aquiles se reconoció a sí mismo frente a la entrada del que siempre fue su hogar. Miles de imágenes de él mismo regresando del parque, del cine, del odontólogo, del gimnasio, de la universidad, de llorar los despechos y de parrandear con los amigos, comenzaron a repetirse en su cabeza. Allí estaba una vez más. Detrás de él, nada. Frente a él, todo.



Abrió la reja al mismo tiempo que su madre la puerta y, en un abrazo que transformó todos los sonidos en silencios, se fundió con ella y le pidió la bendición. Doña Nuria olía a arepita recién hecha y pisillo de cazón. Sus manos a medio lavar daban cuenta del firme propósito que tenía de esperar a su muchacho con la cena recién hecha porque, aunque fuese tarde, “una arepa fría es una cosa muy mala, Aquiles”.

Con el estómago arrugado comenzó a comer. El elixir de parchita hizo que sus pies dejaran de tocar el suelo. Aquel típico sabor de cebolla pochadita que identificaba los platos de su madre estaba allí. Todos sus receptores gustativos se volvieron cuatro y tambor, galerón y jota. La escena era perfecta. Se sentía afortunado por dentro y por fuera. Definitivamente estaban por comenzar los mejores años de su vida.

Un instante después, todo se volvió oscuro. “Mamá, ¿se fue la luz?”, preguntó susurrando sin obtener respuesta. El ruidito de motor sin identificar que tenía el coche de su padre había vuelto, pero esta vez se percibía más agudo y estresante. Sintió frío. Luces y sombras comenzaron a girar sobre él mientras sus sentidos caían al vacío y regresaban. “Papá, ¿qué pasa?”, quería gritar, pero no podía.

Tenía vidrio en los ojos y su corazón fallaba. Por momentos tenía consciencia y, por otros, se veía volar. Una diminuta luz blanca sobre su rostro le lastimaba la mirada y de repente, intentando respirar, sentía que se ahogaba. Ventilaba por una gran herida. Su sistema nervioso, lleno de adrenalina, deliraba.

Un monitor de signos vitales no dejaba emitir sonidos intermitentes cada vez más intensos y comenzó a soñar en blanco y negro. Se dio cuenta de lo que había sucedido y comenzó a luchar con todas sus fuerzas para que sus padres no tuvieran que llorar su muerte en la distancia, pero estaba completamente roto, por dentro y por fuera.

La dimensión del dolor físico era tan extraordinaria que ya no sentía nada. Solo podía saborear la parchita, el cazón. Escuchar el galerón y la jota… “¡Si tan solo hubiese ido una vez más!”, se lamentaba en su agonía de sangre, metal y asfalto.

Cuando Arquímedes y Nuria recibieron los restos mortales de su hijo Aquiles, enterraron sus almas junto a él. De sus últimos minutos de vida solo conocieron los detalles de un accidente de tráfico en el que un conductor, que había perdido el control de su automóvil, impactó contra su bicicleta de reparto en una concurrida avenida de Madrid, una fría y lluviosa noche de invierno. Lo que nunca supieron fue que, justo antes de partir, él ya había vuelto a casa.

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