El fauno desde las murallas de Laguardia

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En Logroño decidió perder el tren y tomar una copa de vino en el bar de la estación. De repente, la determinación se apoderó de ella. Sintió que finalmente había llegado el momento con el que tanto había soñado. En un acto de coraje infinito, llamó al dueño del piso donde se había quedado durante las dos últimas semanas y le ofreció arrendarlo por seis meses más.

Tomaba su segundo Rioja cuando le escribió a su jefa para decirle que no se presentaría en el trabajo al día siguiente, ni nunca más. Un segundo después apagó el teléfono. Quince días en Laguardia fueron suficientes para descartar la gestión inmobiliaria, en la vibrante Madrid de sus desvelos, como proyecto de vida.

No había nadie de confianza a quien contarle aquello que, de repente, quería hacer. Ninguna voz amiga le dijo que cometía un error, que se arrepentiría de aceptar un trabajo a tiempo parcial en una bodega; así que simplemente lo hizo.

Estaba obsesionada las murallas de aquel lugar detenido en el tiempo, al que regresaba en autobús con la ilusión puesta en esa pequeña terraza, donde las últimas noches había sentido el cómplice abrazo de la inspiración extraviada.

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Antes de llegar al edificio recogió las llaves en el bar de Dante y compró dos botellas de vino reserva y una caja de Gauloises. Cuando finalmente se paró frente al balcón y contempló el viñedo infinito bajo el ocaso, divisó personajes, diálogos, escenarios y finales agridulces que emergían de la tierra.

Descorchó la gloria de toda una comarca teñida de verde y la sirvió en un vaso de cristal, antes de escribir sus primeras palabras en el ordenador: «Después de convencerme para que perdiera el tren, un fauno me invitó a tomar una copa de vino en el bar de la estación…»

María José Flores