Siempre me ha interesado esa línea (a veces tan delgada) que separa los tres grandes tipos de géneros periodísticos: la información, la opinión y la interpretación.
No tenemos control alguno sobre los hechos ajenos y por eso la «noticia» es el subgénero informativo por excelencia. Para limitar la realidad objetiva de algo basta con conocer el qué, el cómo, el cuándo y el dónde. Además, ninguna de las respuestas a esas preguntas pueden ser modificadas a voluntad de quien informa.
En cuanto a la opinión, es claro que depende del ángulo desde el cual miramos esos hechos. Es través de la opinión que atribuimos cualidades y describimos subjetivamente. Como todo punto de vista, es inherente a la persona que la expresa. Para transmitir su opinión el periodista se vale de «artículos», «columnas», «críticas» y los medios de comunicación de «editoriales».
Sin embargo, ningún suceso es aislado. Todo evento tiene antecedentes, contexto y consecuencias. Para responder a ¿por qué? (o ¿para qué?) hay que analizar los hechos y conectarlos con el marco social, político y económico en el que ocurren. El subgénero más representativo periodismo interpretativo es el «reportaje».
La complejidad de la interpretación radica en que, en el interín, siempre es posible acudir a nuestros conocimientos y experiencias previas, sistemas de creencias y, en ocasiones también, a nuestros ideales. Por eso, aunque intentemos hacerlo con rigor científico, el resultado no deja de exhibir un matiz particular que termina invitando al lector (o espectador) a transitar apenas uno entre todos los caminos por los que podría llegar a sus propias conclusiones.
Esto mismo ocurre en la vida cotidiana. Interpretar los hechos que ocurren a nuestro alrededor de una manera u otra es una decisión personal muy legítima, pero que también supone asumir los ruidos comunicacionales asociados a nuestra postura teniendo siempre presente, en un ejercicio constante de inteligencia emocional; que vemos a través de cristales propios que no necesariamente son iguales a los de los demás.
Esto significa que nuestra interpretación no es un hecho, sino una forma de entender un hecho. Lamentablemente, no siempre es fácil separar estos conceptos; especialmente cuando asumimos que un ideal (o un sentimiento) es lo mismo que una verdad universal. ¿Cuántas veces hemos visto a alguien sentirse agraviado por la opinión de otro?
Lo que hace que una persona se sienta halagada, ofendida, orgullosa, indignada, feliz, triste, entusiasmada o decepcionada, no es estrictamente lo que pasa a su alrededor o lo que otras personas dicen; sino el significado que para ella tienen esos hechos o esas palabras. La verdadera dificultad está en reconocer que hemos escogido apenas una, entre todas reacciones posibles.
Todo esto me lo reiteró el estudio del Derecho como instrumento de justicia y orden. En ningún escenario como el judicial se observa con tanta pulcritud la importancia de separar los hechos de las interpretaciones. Basta leer cualquier sentencia para apreciar el límite, casi quirúrgico, que se establece entre los hechos probados y las argumentaciones jurídicas.
En un juicio, cada parte expone sus motivaciones y justificaciones. Durante el proceso se exponen razones de tipo jurídico para acusar o defender pero, incluso en ese momento, cuando el juez tiene la oportunidad de conocer las dos caras de la moneda; es recomendable obviar lo que no se puede demostrar, pues es absurdo debatir sin pruebas.
Por esto, cada vez que caigo en la humana tentación de discutir (entiéndase, intercambiar opiniones) con alguien que no piensa igual que yo, lo primero que hago es preguntarme si ese viaje nos llevará a buen puerto. Una cosa es debatir y otra, muy distinta, un duelo de «zascas» que solo busca demostrar quien tiene “más razón” (o por qué mi interpretación es mejor que la tuya).
Cuando Ortega y Gasset hablaba de las “circunstancias” que configuraban el “yo” se refería a lo que está a nuestro alrededor (circum-stancia), que nos sitúa ante el mundo y respecto a los demás. Sin embargo, aunque esa coyuntura esté fuera de nuestro control, la manera como la entendemos y afrontamos es producto de un proceso interno que nos pertenece.
Entendiéndolo así, te pregunto: En caso de inevitable encrucijada, qué será mejor: a) ¿reivindicar tu punto de vista demostrando, a como dé lugar, que tu postura es mejor que la de tu interlocutor; o b) entender que no le harás cambiar de opinión (por lo que no vale la pena invertir tiempo y energía en discusiones estériles) y que tu vida puede seguir con total normalidad a pesar de lo que otros piensen?
Cuando me planteo estas reflexiones no puedo evitar recordar las palabras de un buen amigo. Abogado litigante, con un carácter crítico y una argumentación feroz; tiene una relación de especial cordialidad y ternura con su esposa. Al preguntarle cómo alguien con su temperamento conseguía esa armonía y buen rollo, me respondió: “Es que en mi casa no quiero tener razón, quiero ser feliz”.