Censurar "desde el cariño"

Censurar «desde el cariño»

Jamás he podido entender la necesidad que mucha gente tiene, de decirle a los demás cómo deben pensar o qué deben sentir con respecto a algo. Es como si, desde una superioridad moral o intelectual construida en torno a sí mismos, se creyeran con la autoridad de señalar el camino que deben recorrer las ideas o emociones de las personas que les rodean.

Algunos, incluso, lo hacen «desde el cariño», como haciendo el favor de iluminar con sus perfectas maneras de ver las cosas, la existencia de otros humanos a quienes perciben como una especie de seres tristes y extraviados, por no tener la bendición de ver el mundo a través del prístino cristal con el que ellos lo ven.

No me refiero, lógicamente, a los consejos que pueden darse a los amigos, con quienes -se supone- se tiene la confianza de hacerles ver cosas que probablemente no han visto, para evitarles un malestar o sufrimiento innecesario. Claro que no. Me refiero más bien a esos completos desconocidos, o compañeros a medio conocer, con quienes no tenemos vínculo afectivo alguno.

Tampoco hablo precisamente de quienes critican, por ejemplo, las corridas de toros, el capitalismo, la religión católica o los discursos de Santiago Abascal en el congreso; porque estas personas tienen derecho a opinar sobre estas y sobre todas las cosas que quieran. Al fin y al cabo, están opinando sobre hechos o situaciones y no sobre personas.

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Lo que escapa de mi comprensión es esa actitud paternalista, digna de estudio, de quienes se dirigen a quienes piensan algo diferente a ellos para decirles cosas como: «no deberías hacerte eco de esto» o «te invito a que cambies tu perspectiva sobre aquello»… porque, claro, es inconcebible que una opinión o proceder diferente al de estas eminencias pueda ser correcto o aceptable.

Aunque me parece innecesario aclararlo, voy a hacerlo porque a veces leemos las cosas tan rápido y desbordados de tantos estímulos, que dejamos la comprensión lectora para otro momento. Antes he dicho «los discursos» de Santiago Abascal y no la persona de Santiago Abascal pues, aunque a muchos les cueste entenderlo, son dos cosas diferentes.

Tengo que confesar que aún me impresiona haber leído hace poco a una chica, absolutamente ofendida porque alguien le dijo que había hecho una interpretación retorcida de algo y ella creyó -sigo sin saber por qué- que le habían dicho retorcida a ella. Es como si alguien me dijera que una tarta de chocolate me quedó horrorosa y yo creyera que me están llamando horrorosa a mí. Una oda al absurdo.

Sucede que, para conocer el respeto, primero hay que entender la diferencia entre opinar sobre algo y opinar sobre alguien. Y eso, señores, requiere habilidades y fortalezas intelectuales y emocionales que no se consiguen dentro de una caja de corn flakes. Por eso siempre será más fácil ofenderse y, desde el rol de víctima, atacar al mensajero porque no saben qué hacer con el mensaje.



Los psicólogos llaman «sesgo de punto ciego” a ese curioso “arte” de quienes se ven a sí mismos más objetivos y racionales que la mayoría de los individuos, lo que les confiere el superpoder de notar con gran facilidad los prejuicios y sesgos de los demás. Imaginen ahora el cóctel Molotov que se produce al mezclar ese comportamiento con el famoso «sesgo de confirmación»… El “multiverso de la locura”, pues.

Recientemente leí algo surreal en un grupo de WhatsApp en el que se comparten opiniones sobre diferentes temas políticos, sociales, etc. Una persona del chat expresó su opinión sobre los actuales problemas de desabastecimiento en España, comparando la situación con Venezuela.

Se podrá estar a favor o en contra de comparar estos hechos entre sí, pero, al fin y al cabo, era su opinión y, además, era sobre un hecho, no sobre una persona. Es decir, se estaba refiriendo a una situación, sin mencionar directamente a nadie del grupo. Hasta aquí, se supone, todo normal.

Otro miembro del grupo le respondió que esa «nota» de ser «profeta del desastre» era «muy negativa», y que le invitaba a tomar otra perspectiva o a que compartiera «otro tipo de contenido». Obviamente, el autor del comentario original manifestó su disconformidad con que se intentara censurarle, a lo que su interlocutor reaccionó, para mi sorpresa, diciendo que no lo había hecho.

Vamos a ver. Según la Real Academia de la Lengua Española, uno de los significados de la palabra censurar es “corregir o reprobar algo o a alguien”. Es decir, exactamente lo que acababa de pasar. Quien respondió al comentario inicial lo hizo para decirle, a quien había opinado inicialmente, qué actitud (“nota”) o perspectiva debía tener, o el tipo de contenido que debería compartir.

Inmediatamente después se desató la tormenta. Las voces ofendidas se enorgullecían de nunca haber censurado a nadie. Valientes espadas salieron en defensa del intelectual que, desconociendo uno de los significados de la palabra censurar, seguía insistiendo en que no lo había hecho y, al cabo de unos minutos, el villano terminaría siendo quien sugirió que el desabastecimiento le recordaba a Venezuela.

¿Por qué? Porque muchas veces los seres humanos leemos o entendemos las cosas más con el corazón o con el estómago, que con la cabeza. Cuando no nos gustan las formas que algunos utilizan para decir las cosas, confundimos esas formas con el fondo. Es decir, creemos que el mensaje está en el recipiente y no en su contenido. Cuando solo aceptamos como válido lo que se expresa en códigos que nos gustan, nos volvemos intolerantes. Luego, jactarnos de lo contrario resulta, a decir verdad, bastante incoherente.

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