La Madrid grandiosa que sueña con reencontrarnos en el abrazo

La Madrid grandiosa que sueña con reencontrarnos en el abrazo

La Madrid grandiosa que sueña con reencontrarnos en el abrazo desde esta bella imagen del edificio Metrópolis
Desde que era niña he tenido la inquietud de vivir en España. Recuerdo que las monjas del colegio solían hablar de una tierra lejana que, en mi imaginación apenas despierta, estaba llena de castillos, hidalgos, guitarras y pasiones bravas.

A medida que fui creciendo, mis deseos se fueron haciendo mucho más concretos y ya no quería “vivir en España”… Quería, específicamente, “vivir en Madrid”. Mientras tanto, transcurrían los años en una Venezuela que comenzaba a cosechar los frutos de su esfuerzo por prosperar, y que tuve la oportunidad de conocer y amar; en infinidad de viajes con familiares y amigas.

Disfruté con privilegiada plenitud de los paisajes preciosos del oriente venezolano, que llevaré por siempre en el corazón, y de la impresionante majestuosidad de una naturaleza tan hermosa como fascinante que, como país, nunca supimos cuidar como realmente se debía y que lamentablemente jamás logramos aprovechar para construir una “industria sin chimeneas” que garantizara verdadera sostenibilidad y la transformación definitiva de nuestra sociedad.

Pero incluso antes de que el socialismo me estallara en la cara, desfigurando la realidad para transformar mi entorno en una cruel encrucijada de la que brotaba el dolor, la frustración y la impotencia en cada esquina; mis pensamientos volaban a muchos lugares de un mundo que parecía cada vez más difícil de conocer, y recurrentemente me imaginaba caminando por la Gran Vía, bajo la dulce mirada de la victoria alada del edificio Metrópolis, iluminado de noche por más de 200 focos.

Tendría unos 17 o 18 años cuando comencé a leer todo lo que podía sobre ese lugar con categoría histórica de “villa” que, a pesar de no tener playas espectaculares como las de Lisboa; o un río famoso como el de Londres; ni un monumento tan emblemático como los de París o una historia que marcara para siempre la cultura occidental, como la de Roma… Tiene algo que la hace, sencillamente, especial. A mi me gusta llamarlo magia, pero se le puede llamar de muchas formas: alma, duende, encanto…

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Ahora que vivo en la cuna de Quevedo, no dejo de pensar que es quizás el corazón mismo de la península ibérica, que late bajo sus calles, la fuente de la que emana una energía única; que estimula los sentidos de quien hace suyo el azul de un cielo perfecto, la zarzuela, la chulapa, el orgullo, la terraza, el aperitivo, el bocata de calamares, el metro y el Retiro.

En esta “ciudad amable” todos son madrileños, aunque ninguno lo sea. Nadie hace “turismo rural”, todos van “al pueblo” y, aunque es una urbe cosmopolita, moderna, hiperconectada, vibrante, dinámica, estratégica, con tecnología, recursos, logística y prestigio; se desborda de la ternura de sus abuelas, la solidaridad de sus vecinos y la amabilidad del chaval que tira la caña, de la señora que conduce el autobús, del chico que trae el correo a casa, del charcutero, de la enfermera, del policía.

Ahora que una pandemia la ataca con garras feroces; la villa y corte lucha con el coraje de una Minerva invencible y, aunque la dolorosa cicatriz del luto le quema la piel con un dolor infinito; es valiente y serena. El silencio la estremece y el aleteo de los pájaros entre las ramas de sus árboles resuena en un eco que le resulta inquietante, mientras espera con paciencia el momento del abrazo.

Por el momento, se siente triste Madrid. Desde muchos balcones de Lisboa es posible admirar el mar, desde muchas terrazas de Londres se divisa el Támesis, desde muchas ventanas de París se aprecia la torre Eiffel y, desde sus casas, la mirada de muchos romanos llega hasta el coliseo, el foro o el Vaticano… pero aquí, por más que nos asomemos, no podemos ver los rostros sonriendo, los besos, los bailes, los desfiles y el gesto de una mano levantada cuando un sonoro “hasta logo” avisa que alguien se va, pero deja en el aire su promesa de volver.



María José Flores

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